domingo, 20 de febrero de 2011

¡Quieto todo el mundo!

Hoy dice el periódico que se cumplen 30 años desde aquel día en que un señor con tricornio y otros señores con tricornios entraron a las Cortes y acojonaron a los señores diputados sin tricornios. Y ahora que ya ha prescrito, puedo decirlo. Aquí que no me oye nadie: hace unos años, y no me pregunten por qué, era pensar en Antonio Tejero y subirme un cosquilleo desde los tobillos hasta la ingle. Vamos, que me excitaba, coño. Claro, entonces me preocupé. No entendía cómo un hombre de ‘Cuéntame’, un eslabón perdido de la evolución, un macho ibérico fascistoide, machista y medio iluminado podía hacerme sentir así, como cuando veo a George Clooney comprando café en la tele. Hoy sigo sin entenderlo, pero recuerdo con cierto cariño aquellas noches sola en las que me imaginaba a Tejero irrumpiendo en mi alcoba, con su pistola en mano, y diciéndome eso de “¡Quieto todo el mundo!”. Después se desabrochaba la casaca verde, se quitaba la pistolera del cinto y se bajaba los pantalones. Y así, con los calcetines reglamentarios subidos hasta las rodillas, con la camiseta imperio puesta, con los hombros peludos, con el tricornio calado, me decía, a los pies de la cama: “Prepárate, Jasmín, que te voy a dar un golpe de estado como nunca te han dado”. Y yo, claro, a esas alturas, en esa situación, me dejaba llevar por mi Antonio. Y allí no había, por supuesto, ni democracias ni hostias. Él mandaba, aunque hubiese dejado ya su nueve milímetros en la mesilla, junto a mi foto de primera comunión y mi rosario. Me divierte recordar la escena con la que, sí, lo confieso, soñé en varias, muchas, ocasiones. Pero también me sigue moviendo algo dentro, por debajo del diafragma, que marca la frontera entre la risa y el orgasmo. En nuestro subconsciente llevamos a la mujer que de verdad somos. No la que queremos ver en el espejo, no la que disfrazamos con ropa o con maquillajes. No la que vendemos al resto del mundo con palabras y poses. Sino la que somos, de verdad, cuando nos quitamos el maquillaje a las tantas, cuando el cuerpo se destensa, cuando estamos de verdad solas con nosotras mismas. Y mi Jasmín, la de verdad, la que llevo dentro e intento no ver, moja las bragas pensando en un hombre innecesario e inoportuno con el que jamás, siquiera, hubiera compartido un avión. ¿Por qué? Se lo preguntaría a mi psicoanalista, si lo tuviera, si no me saliera con un rollo freudiano, que es algo desfasado ya, del siglo XX. Nos gustan aquellas personas que no deben gustarnos, que no pueden gustarnos. Esos hombres que sabemos que nos harán daño, de una u otra manera. Esos hombres en los que no creemos porque no tienen nada para hacernos creer. Esos especimenes que, como mi Tejero, pasan en nuestras vidas de la mofa al colchón, del asco al polvo. A mí, la de dentro o la de fuera, siempre me pasa. Van y me gustan los tipos que no deben gustarme. Los que se convierten en un calvario si llego a algo con ellos y en una pesadilla si no los consigo, si cometo, una vez más, el error adolescente de enamorarme y de creer que el amor existe, que la felicidad no es una técnica de marketing, que debo de dejar de una vez de practicar los nudos corredizos. Tejero es mi extremo. La puñetera broma macabra de mi subconsciente. La imagen que mi cerebro me devuelve de mí misma cuando intento salir a flote, cuando me niego a ser yo misma. Mi realidad. Mi verdad, supongo. Mi fantasía. Mi teniente coronel con tricornio, bigote y noches de misa llena y sexo cavernícola.

martes, 8 de febrero de 2011

Maldito grafiti

Han abierto la veda en el centro de Madrid. Bueno, la abrieron el domingo, a la hora del vermú, cuando una anda buscando una mesa al sol donde la dejen esperar un barquero que la cruce al otro lado de la realidad sin dos monedas en los ojos. Los comerciantes de un barrio del centro se pusieron de acuerdo para salir en las noticias permitiendo que la gente pintase con grafitis, sí, esa cosa tan anticuada que había antes de que existiese eso del Twitter, el Facebook y las escupideras éstas de los blogs, los cierres de metal de sus lencerías, de sus tiendas vintage o de sus colmados. Pero a la calle no se echaron pandilleros con capucha dispuestos a dibujar penes erectos con perfil de muerto a tiza en el suelo, sino artistas armados con pincel y frustración, que es la peor arma que un artista puede emplear. Ahí estaban, colocados por los gases de sus sprays, que hasta me daban envidia, llenando de colores los grises del acero. La verdad, poco vi que me gustase, salvo a la gente creando en lugar de destrozando, que no es poco. En general, artísticamente, pobre (ahora que no me escuchan). Muchos de ellos empeñados en pintar con letras gordas y relucientes nombres imposibles como de tribu o de disléxico, que lo mismo da al caso. Que me daban ganas de pegarles dos collejas y mandarles para casa: chaval, que eso es muy del siglo XX, que ya lo hacía tu padre. Tú deberías andar haciendo pintadas en el maldito iPhone o inventando el grafiti 3.0. Pero peor aún era un vecino del barrio -le conocía- más del siglo XX que el porno de las revistas y los pitillos en el retrete del colegio, que cabizbajo, con un rotulador y en una pescadería que nadie había querido decorar, escribía: “El amor no agoniza igual a ambos lados de la almohada”. Lo peor no era verlo escribir, tan absurdo él en ese sitio. Lo peor es que me jodiese el vermú lanzando mensajes incendiarios cuando yo tenía ya preparado el cerebro para saber que todo aquello que pasa en la realidad no merece la pena, que las frases buenas se las guarda la gente para sus tuits efímeros.

martes, 1 de febrero de 2011

El síndrome Mubarak

Hasta el último minuto en que los infelices agarren su estatua por el cuello y la jubilen del pedestal, los europeos y los americanos le habrán hecho la ola al tirano Mubarak. Cuando caiga el virrey celebrará la Unión Europa y la señora Clinton que la justicia social existe y que los egipcios tienen derecho a la libertad, la justicia y a todas esas cositas que no valoramos desde nuestros plácidos sofás, nuestros iPads, nuestras hipotecas y nuestras tonterías, que ya nos preocupan demasiado. Hasta el último segundo habremos sido todos, sí, todos, aliados de un tirano más. Que no decaiga la fiesta, moritos míos. Si es necesario os pongo a tiro a Santiago apóstol para que le rebanéis el pescuezo.
Hasta que se vaya, hasta que deje de ocupar su lado del sofá en el salón, habremos mantenido una larga relación con él. ¿No lo veíamos? ¿No lo queríamos ver? Hoy un amigo, comiendo, me ha contado, así, como se cuentan las cosas que tiene importancia pero que se sueltan como se liberan las palabrota o las boutades que fomentan las conversaciones: “Justo hoy hace un año cenábamos sushi para celebrar su cumpleaños y me dijo que podía quedarme también con su lado de la cama”. Después ha seguido comiendo sushi, mirando el wasabi como otros miraban calaveras huecas, buscando en la masa verde una respuesta. Habían pasado diez años juntos. Se despidieron y descubrieron que eran enemigos.
No sé si somos hipócritas o simplemente gilipollas. No sé si nos movemos por los intereses comerciales o por las inercias, que son más peligrosas para el medio ambiente que el gasoil. Me veo atrapada en rutinas imposibles que no sé cómo sobrellevar, tratando de girarlas y retorcerlas buscándoles el lado bueno. Y aunque por mucho que lo hago no lo encuentro, continuo tratándole de sacar las tres dimensiones a una realidad que sólo tiene dos. Como intentando que allí, en un recoveco, en un resquicio, en un pliegue, esté lo que andaba buscando.
Me imagino a nuestros políticos –sí, nuestros, carajo, no se nos olvide- buscando los pliegues en la cara de ogro de Mubarak y diciéndose: no puede ser, no; esto no puede ser; algo había; algo aún hay. Sólo un día nos despertamos y tenemos las manos cansadas de retorcer realidades, el cerebro harto de teorías, el alma agotada y el corazón deshecho. Entonces reaccionamos y más por abandono, por cobardía, por desesperación, porque sí, cortamos con aquello que no queríamos cortar. Los pies se paran y dejamos de andar por inercia. Basta un gesto. Sólo un gesto. Una chispa.
Unos dejan a sus mujeres; otras mujeres cambian de novio y de vida; otros retiran su apoyo sin condiciones a dictadorzuelos en países subdesarrollados. Lo bueno es que ese momento llegue. Sea como sea. Aunque algunas no nos atrevamos a adelantar los relojes. Aunque nos acojone. Lo mejor es que la gente salga a las calles y demuestre que las revoluciones no son cosas de los libros de historia del siglo XX. Me dan envidia todos, lo reconozco. Aquellos que no creen en las inercias y aquellos que aún creen que se puede luchar. Con todos está hoy mi corazón.

domingo, 23 de enero de 2011

Las niñas ya no quieren ser princesas

Cuando era pequeña el mundo era más gris, analógico, injusto, machista, reprimido. Sí. Eso y mucho más. Crecías vestida de rosa pálido, con calcetines con bordados y con muñecas agarradas a las manos, empujando carritos de bebés de plástico con ojos perpetuamente abiertos y tu madre siempre te llamaba desde la cocina para que la ayudases, mientras tu hermano podía recorrer tranquilamente la casa haciendo ruidos de motores o hurgándose la nariz. Eso del machismo, de que la casa era para la mujer, era una regla no escrita (o quizá sí) que todas aceptaban con resignación. Y aunque a ti, pequeña y boba aún, te dijesen que cuando fueses mayor te buscases un marido que planchase como tú, que limpiase como tú y que cocinase como tú era a ti a quien enseñaban a hacer todas esas cosas con juguetes que nunca resultaban tan chulos como los de tu hermanos. Hoy crecemos en un mundo digital, cada vez más con igualdad de condiciones (quedan reductos de trogloditas, de reaccionarios y de espíritus cobardes amenazados en todos los sectores) y con una paridad absurda que se impone por decreto y que defienden analfabetas funcionales con carteras de ministra que inventan palabras imposibles y minan con sus gilipolleces años de lucha sensata y digna. Hoy las mujeres crecemos en un mundo en el que queremos ser tiburones de los negocios, jefas, profesionales capaces de dominar un ejército de varones con corbatas o de mujeres como nosotras. Las más jóvenes, aunque va por barrios, aspiran a desarrollar profesiones con nombres imposibles en inglés: personal shopper, designers, trendy hunters... Sólo en algunos lugares quedan muchachas que no saben qué significan esas cosas y que como tampoco aspiran a entrar en el Gran Hermano se conforman con cortar el pelo o vender colonias en El Corte Inglés. Me reconforta que aún haya gente así. Porque con tanto personal suelto queriéndose dedicar a las que me dicen son las profesiones del futuro, al Internet, a los blogs, a la imagen, a la nada, ¿quién construirá los puentes y las carreteras? Yo he sido una de ellas, una de las que renegó de sus juguetes y se las dio de mujer del siglo XXI aún en el XX. Y lo soy. Durante años me olvidé de algunas cosas. Me olvidé de que los calendarios no son sólo papeles con números que piden los viejos gratis en los bancos. Me olvidé de que los años pasan, coño si pasan. Me olvidé de que al contrario de lo que creía me estaba haciendo mayor. Y un día, hoy, de repente, me he levantado sintiéndome vieja, con un trabajo estable, una nómina decente, un piso en el centro y un mueblebar que siempre responde a mis impulsos. Más amantes de una noche que amores de verano de esos que se llora de placer al recordar. Más mentiras que verdades. Sola, en definitiva, y añorando aquel muñeco feo de plástico duro al que paseaba por el parque como una idiota. Se lo he contado a un amigo, tomando un vermú, mordiéndome las uñas por no poder fumar mientras me confesaba. A ti lo que te pasa, me ha dicho, es que te ha saltado la alarma de tu reloj biológico. ¡Y tú qué carajo sabrás!, le he respondido. Ahora en casa lo pienso. Tal vez. O quizá, sólo, porque me veo frente a la pantalla, una noche más, que ahora me doy cuenta de que por romper con aquel mundo gris, analógico, sucio y machista rompí también con algo que siempre quise. Era mi forma de verlo. Tenerlo ahí a mi lado y que me cuidase, que atusase mi pelo sobre la almohada, que me abrazase, que riese cuando me viese llorar, así a lo tonto, tan como lo hago, pero me consolase. Que me quitase la botella cuando me pasase. Que me sirviese el desayuno. Que me persiguiera calle abajo mientras reímos escandalosamente. Que me hiciera el amor siempre con la pasión de la primera vez y como si fuera la última de nuestras vidas. Que me hablase de mañana. Eso quería. Lo olvidé. Ahora lloro mientras lo recuerdo. Aún quiero ser princesa.

domingo, 26 de diciembre de 2010

¿Feliz? Navidad

La Navidad no es tan mala. Hala, ya lo he dicho. Tantos años cagándome en el santurrón de Jimmy Stewart, y ahora voy y suelto esto. Pero es la verdad. Depende, como todo -diréis, menuda lince estás hecha, Jasmín- de cómo se mire. Sí, pero es que este año me he propuesto, por primera vez, hacer propósito de enmienda para el nuevo año. Y como aún no ha terminado el viejo, tengo que hacer méritos, creerme mis propias mentiras, animarme. Lo llevo pensando desde finales de octubre: hasta aquí hemos llegado, Jasmín. Ya es hora de que superes esta crisis de los treinta porque se te está alargando tanto que se te va a mezclar con la de los cincuenta y entonces ya sí que estás perdida. En esas estoy. Engañándome tanto diciéndome que en 2011 mi propósito de enmienda me convertirá en una mujer feliz que estoy terminando por disfrutar de las navidades.
El otro día me sorprendí, así, de buena mañana, felicitando las fiesta a un gilipollas de la oficina al que jamás había dado los buenos días. Un tipo verde, baboso y pegajoso al que lo único que hubiera dado en mi vida, antes de aquella mañana, habría sido un tiro de gracia.
Al día siguiente me volví a sorprender, también en la oficina, riendo con sinceridad –no sabía lo que se sentía- cuando nos obsequiaron los jerifaltes del negocio con una cesta de navidad que sólo hubiera servido para aprovisionar un refugio nuclear: latas de melocotón y piña en almíbar –¿qué hacen con ellas en los supermercados el resto del año? ¿quién come estas cosas? ¿hay de verdad algo dentro?-, latas de atún, tabletas de turrón malo y dos botellas de Paternita. Que todos los años odio al mundo y me astillo los dientes apretándolos cuando veo a mis compañeros alegres como bobos con sueldos miserables pero corriendo a sus vidas grises risueños como ratas con sus cajas nucleares entre los brazos.
Y otra vez, de nuevo, me percaté de que no era yo cuando me descubrí entusiasmada despidiéndome de gente a la que volvería a ver en pocas horas como si les dijese adiós, para siempre, con la mayor de las penas. Como se olvida una de algunos amores por los que aún hubiera seguido apostando aunque la banca hiciese ya tiempo que me hubiera dejado de fiar. Siempre fui alérgica a las despedidas improvisadas, alérgica a felicitar lo que no sé si debe felicitar y a que me feliciten porque hace dos mil años nació un niño cuya maldita gracia estamos aún pagando.
Y el viernes, en la cena de Nochebuena, el no va más. Porque me veía, en el viejo salón años setenta de mi madre, reflejada en el espejo detrás de la mesa donde no todos los parientes se reflejan, sino hubiera pensado que no era yo la que se sentaba allí. Hablé con todos, respondí a las preguntas sobre mi trabajo, reí las gracias sobre la ausencia de un marido a mi lado, bromeé sobre los niños que no tengo creciendo dentro, y brindé con todos, así, tan chin-chin, tan espontánea, como si la familia no fuese un ancla que te lleva al fondo de las más profundas arenas movedizas. Mi madre lo notó. Sonrió feliz la mujer. Hija, que bien, que este año te has comportado, me dijo al marcharme. Y me fui de la casa familiar, por primera vez en muchos años, sin rencor acumulado y sin tambalearme.
Ahora espero la Nochevieja como los niños pequeños la noche de Reyes. Sé que algo bueno deberá pasar cuando den las doce campanadas y abrace a quien me rodee. Sé que después de esa noche empezará el nuevo año. La redención. El oasis. Mi nueva vida. Aunque hay una parte de mí, que carajo, que tampoco soy tonta, que sabe que el tarot es menos divertido que el póquer, que no se fía del destino, que llora porque no sabe reír. Esa parte de mí ya busca la escopeta al fondo del armario. Y como el 2011 siga siendo igual, que se preparen los peatones. Me liaré a tiros desde la ventana, lo prometo. Aunque viva en un piso interior. Felices fiestas. Abríguense. Abróchense los cinturones y el chaleco antibalas.

lunes, 20 de diciembre de 2010

F5, F5, F5, F5...

Hace unos meses me preguntaban que es F5 y hubiera recurrido inmediatamente al baúl de los recuerdos de mi memoria. Habría abierto, escuchando su chirriar, la puerta vieja del desván. Habría levantado la sábana cubierta a su vez de polvo que protege el arcón de madera desgastada. Y allí, entre fotos de hombres que he olvidado, de mujeres que hubiera querido matar, entre traumas de infancia y vestidos en los que ya no entro, hubiera encontrado alguna película mala, de esas en las Chuck Norris salva el planeta sin despeinarse el pelo del pecho. Y entonces hubiera respondido que un avión. Pero no un avión cualquiera. Un avión de última generación de la US Air Force One, o Two incluso. De esos que detectan a los enemigos aunque se camuflen de peatones y que al mismo tiempo que disparan llevan un contador de víctimas colaterales. Un avión de los que después compran los Gobiernos europeos para pasearlos en los desfiles y que acaban siendo vendidos a Gobiernos del tercer mundo con dictadorzuelos o presidentes bananeros. Eso era un F5.
Hoy, atrapada hasta las trancas en las arenas movedizas el mundo digital, sé que el F5 es algo mucho más peligroso que ese avión. Lo he ido descubriendo según he sucumbido a esto de las redes sociales. Redes porque te atrapan. Sociales porque de alguna forma tenían que llamarlo. Lo noto cuando me descubro, aburrida, por no echarme a la calle al terrenal mundo analógico –hace frío, qué carajo- navegando por dos o tres páginas, no más. Sé que hay más mundo. Eso me han contado. Y que todas esas frasecitas en azul que aparecen en la pantalla te pueden conducir a territorios nuevos. Pero yo soy de costumbres fijas, de más vale lo malo conocido, de experimentos sólo a ciertas horas, cuando una está dispuesta a donar su cuerpo a la ciencia o al mejor postor. Y en esas tres páginas puedo pasar horas, como una idiota, como perdida, moviéndome con el cursor de arriba abajo, leyendo por decimoquinta vez la misma frase, la palabra que me hizo gracia al principio y que ahora no la tiene, mirando una foto que me resulta ya familiar a pesar de que sigo sin saber quién coño es la pareja que sale en ella. Pero sonríe desde una plaza de Praga y el cielo es azul y el mundo parece, para ellos, un lugar equilibrado. Y me da envidia, sí. La odio por momentos. En esas tres páginas paso la tarde entera, la noche incluso si un virus, como hoy, ha aniquilado mis fuerzas para aniquilarme de bar en bar, pulsando puntualmente cada cinco minutos la tecla F5, esperando que algo nuevo suceda, a que cambien las frases, las palabras, las fotos. Esperando a que esto de Internet sea realmente algo interactivo y que mi espera obtenga recompensa. Pero F5 es en realidad un calvario. Una forma tonta de sufrir. Un invento del demonio, vamos. Porque después de dos horas pulsando la teclita en cuestión, desesperada por ver la pantalla cambiar, el mundo avanzar, la realidad ser otra, terminas descubriendo que al otro lado, a pesar de lo que pensabas, no hay nadie. O que ese nadie está pero no para ti. Y que a este lado de tu pantalla, por mucho que pulses F5, sigues tú sola, igual que antes de meterte en los mundos digitales buscando un cabo suelto al que aferrarte. Hoy cuando me preguntan que es F5 lo tengo claro: una línea de atención al suicida que comunica.

sábado, 11 de diciembre de 2010

¿Ha visto usted mis tetas?

Lo peor del trabajo no es el trabajo en sí, sino los trabajadores. Los compañeros de oficina. Y los jefes. En mi caso sobre todo una supervisora, con uñas de arpía y cara de araña, que se tiñe el pelo y el alma una vez al mes y tiene contratado a un brasileño que le da masajes, dice, para reactivar la circulación y favorecer el desarrollo celular. Su marido lo paga. Allá él. Esta mujer en cuestión tiene la manía, más o menos una vez cada quince días, de contar ese chiste en el que una señora que tiene un perro que se llama ‘Mis tetas’ lo pierde y desesperada vaga por la calle buscándolo hasta que se cruza con un señor peatón.
-¿Ha visto usted Mis tetas?
-No, pero me gustaría verlas…
La supervisora rompe a reír según lo cuenta, siempre a la misma altura del chiste, siempre tan escandalosamente que temo que salte la alarma de incendios o que alguien piense que por fin la estoy acuchillando. Abre la enorme boca con sus enormes dientes y cuando veo al fondo de la garganta la campanilla me entran ganas de arrancársela con unas tenazas de dentista para que no pueda volver a contarme el mismo chiste y así evitar estos segundos de circo gratuito. Lo malo es que ella es mi superiora y yo debo aguantar la compostura -¡yo aguantar la compostura!- y sonreírle las gracias mientras hago gárgaras de hiel y me cago puntualmente en todos los miembros de su familia a partes iguales.
Lo peor de todo es que después de dos años el maldito chiste se ha montado ya un tenderete en mi memoria y aflora de tanto en cuanto, cuando menos se lo espera una. Ayer, al salir de la ducha, tan desnuda, tan así, tan pálida y tan colgaja. Mis tetas, me repetía, reflejándome en el espejo sin sujetador y por primera vez en mucho tiempo mirándome de verdad. Este cuerpo, que no he visto cambiar porque no puedo observarlo desde lejos y con intervalos de tiempo entre medias suficientes para apreciar la decadencia y el derribo, no es el que era. Tuve en su momento, todo hay que decirlo, las cosas como son, buenos pechos, turgentes, golosones, naturales, con su dosis justa de ley de la gravedad y capacidad suficiente para pasar la prueba del lápiz a una edad en las que muchas mujeres ya no tienen tetas sino estuches. Pero me vi, ayer, por culpa del maldito chiste, frente al espejo, con esa luz amarillenta del aseo, y me sorprendí pensando en mi vistiendo ropa ajustada y con tres filas de tetas como las inmigrantes peruanas. Me asusté. Pensamos que vivimos siempre en el mismo cuerpo pero habitamos en realidad un recuerdo de lo que fuimos. Hay hombres que aún intentan atusarse el pelo donde solo hay piel o que tratan de meter tripa con barrigas que deberían llevar matrícula y luces de posición. A mí me sucede lo mismo. Me creo que aún soy la que hace diez años presumía de palmito, sin cuidarlo, de buenas piernas. Y las veo ahora convertidas en un campo de batalla de venas muertas y soldaditos de pieles celulíticas abatidos. Bajo los bíceps, que fortalecí regalando abrazos a las tantas, hace puenting la piel. Y mi cintura... ¿Y mi cintura, dónde está? Sin darme cuenta me he convertido en mi madre, en todas esas señoras que siempre miraba en las playas con cierta admiración y vergüenza por atreverse a exhibir semejantes esculturas. Y, sí, me he echado a llorar. Tan desnuda, tan indefensa, tan abatida. Tan iracunda con el tiempo, con los putos años y con un cuerpo empeñado en demostrarme que la física puede más que la filosofía. Llevaba, pienso, una década sin mirarme al espejo y verme de verdad como me ven quienes me miran. A partir de hoy la muerte no me da tanto miedo. Temo que antes llegue el día en que me quite el sostén y no me vea el ombligo. Cuando eso suceda, prudentemente y silenciosamente me quitaré de en medio.
-¿Ha visto usted mis tetas?
-No, pero ya no me gustaría verlas?